En 13 años de participación en la Orquesta de Cámara de la Universitat Pompeu Fabra he podido vivir multitud de momentos musicales llenos de emoción, de algunos de los cuales dejé testimonio escrito en este espacio cuando tenía más vida de la que le doy últimamente. La experiencia interpretativa es, sin duda, una de las mejores sensaciones del mundo, y más aún si es (bien) compartida, como es el caso de la participación en una orquesta. Un contexto musical en el que uno a uno formamos parte pequeña de un gran engranaje, en el que unos y otros nos escuchamos, nos correspondemos y nos complementamos, donde mientras unos llevan la melodía otros disfrutamos nutriéndola mientras esperamos a que sea nuestro turno y nos dejemos mecer por el cojín armónico que los otros sostendrán para nosotros.
Nuestro director, Diego Miguel Urzanqui, trabaja para Résonnance, una fundación suiza cuyo objetivo principal es llevar la música clásica allí donde no hay. Con esta premisa organizan recitales de diferentes formatos en lugares como hospitales, residencias de ancianos o prisiones. En este contexto, el pasado Junio por primera vez tuvimos la oportunidad de realizar uno de los conciertos de la ronda de final de curso en el Centro Penitenciario Brians 1. La intensidad de la experiencia que tuvimos todos merecía ser repetida y así hicimos aprovechando la primera ronda de conciertos de este año, con una formación de más de 30 músicos compuesta por cuerdas, oboés y trompas, acompañados además por la maravillosa violinista Alma Olite. Toda una infraestructura musical y humana con la que interpretar dos piezas brillantes de mi idolatrado Mozart: el concierto para violín y orquesta nº 5 en la mayor (también llamado «El turco») y la Sinfonía nº 29 en la mayor.
De buenas a primeras, el hecho de hacer un concierto en una prisión topa con toda una serie de prejuicios y dilemas morales. La primera idea de tocar ante gente a la que de cruzarse contigo en la calle directamente cambiarías de acera no deja indiferente. No admitirlo es ser hipócritas, todo sea dicho. Es por ello que el primer ejercicio a seguir es el plantearlo todo desde una perspectiva meramente humana y asumir que, finalmente, se trata de personas. Personas que han cometido sus errores y ya están pagando por ellos. Personas que, una vez apartadas de la sociedad en un lugar tan duro y oscuro como una cárcel, también merecen un pequeño momento de luz y felicidad en su día a día.
Una vez asumido esto mismo, al atravesar todas las barreras de la prisión y pasar por sus duros controles de seguridad, con el primer impacto de haber visto a toda esa gente visitante en la sala de espera en la retina, acabamos en un pequeño auditorio con un grupo reducido de internos. Un grupo de hombres y mujeres de varias nacionalidades a través de los cuales, educadores mediante, conocimos un proyecto de lo más emocionante y esperanzador, el denominado Programa de gestores culturales.
Se trata de incentivar en los propios internos sus inquietudes culturales y que ellos mismos se encarguen de gestionar y organizarse para su realización. Que aquel que tenga una inquietud musical, por ejemplo, la lleve a cabo con la ayuda de otros compañeros con inquietudes similares y, a través de la misma, aprenda cosas nuevas, de alas a su creatividad, descubra facetas de sí mismo, reflexione y pueda llegar a seguir con ello algún tipo de terapia personal. De todos es sabido el poder del arte y la cultura para desahogarnos, mirar en nuestro interior, desconectar e incluso evolucionar personalmente.
Presenciar lo que este grupo había preparado para la ocasión y escuchar después sus pensamientos y testimonios fue toda una lección de esperanza y voluntad de cambio. Porque como ellos mismos explicaron, todo esto está abierto a todos los internos que quieran apuntarse y muestren un mínimo de compromiso, pero no todos están dispuestos a hacerlo. Es por ello que finalmente queda en manos de una minoría. Pero aún así, una minoría bendita que justifica todo el esfuerzo de los educadores y dibuja un panorama esperanzador entre la crudeza y la desesperanza con la que se ve desde fuera el mundo carcelario.
Hablar con ellos durante la barbacoa que compartimos (y que ellos mismos se encargaron de preparar) fue la última barrera a romper y, quizás, uno de los momentos más especiales de la experiencia. Una barrera que cayó al sentir en sus palabras incluso lecciones de vida y puntos en común en el aprendizaje que todos vamos realizando a lo largo de nuestra vida. Sin cuestionar, juzgar ni preguntar las razones por las que estaban ahí dentro, conversamos tranquilamente, reímos y compartimos reflexiones, tal y como lo haríamos con cualquier grupo de amigos reunidos.
Finalmente llegó la hora del concierto. Un concierto para el que un grupo de internos se había encargado de decorar con motivos musicales y referencias a Mozart el escenario. Y tal y como sucedió en Junio, las muestras de entusiasmo, entrega y agradecimiento durante y después, acompañadas por emocionantes palabras expresadas en voz alta o por escrito en la libreta de Résonance, dio aún más sentido a todo el esfuerzo y el trabajo dedicado a la preparación del repertorio. Nos mostró, de nuevo, que la música no sólo sirve para llenar de belleza el mundo. Y nosotros nos sentimos privilegiados de poder participar en ello y proporcionar a ese grupo de personas una experiencia que muy probablemente no olviden en su vida. Porque para muchos esa tarde fue aquella en la que, por un momento, volaron de sus celdas de mano de Mozart y fueron un poco más felices.
Es por todo esto que en la orquesta siempre estaremos encantados de volver a Brians 1. Porque, al final, todo lo que nos llevamos de ahí dentro nos enseña que hay posibilidad de un mundo mejor.
Un gustazo volver a leerte, esta vez sobre la orquesta. Besets.