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El pasado 21 de Abril la banda canadiense Arcade Fire pasaron por el Palau Sant Jordi de Barcelona con su gira Infinite content tour. Con el recuerdo ya casi nostálgico de su anterior visita al mismo recinto, allá por finales de Noviembre de 2010 (de la que compartí varios y emocionados párrafos en mi antiguo espacio musical), antítesis de la pequeña decepción que supusieron en su momento para mí en su paso por el Primavera Sound de 2014, esta era, sin duda alguna, la ocasión para reconciliarme con ellos. Aún con su último disco generándome ciertas contradicciones (el subidón de un temazo como el que le da título versus el no sentir necesidad de escuchar el disco más de una vez seguida), sentía necesidad de darles otra oportunidad y, sobretodo, compartirlo.

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Se apagaron las luces y vimos como en un lado de la pista se iba formando un pasillo y desde megafonía se presentaba a los miembros de la banda uno por uno como si fueran estrellas del boxeo de camino al ring que era el escenario central. Una vez encima, descargaron toda la pirotécnica con «Everything now», «Rebellion (lies)» y «No cars go» y desde el minuto cero pusieron los pelos de punta de, posiblemente, una buena parte de ese aforo con cierta sensación de vacío espacial que se percibe al no llenar un megaespacio como el Sant Jordi.

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A partir de ahí, dos horas de concierto en el que viajaron por toda su discografía acompañados de bonitas proyecciones en las pantallas sobre el escenario, luces de todos colores y direcciones, mirrorballs, cantantes moviéndose entre el público, músicos en rotación continua por ese ring central del que cayeron las cintas hacia la 4ª o 5ª canción y, principalmente, una potencia y precisión musical que había echado de menos en su anterior visita.

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Porque a lo largo de canciones tan variopintas como «Put your money on me», «Reflektor», «Neighborhood #1 (Tunnels)», «My body is a cage» o «Here comes the nightime», las voces de Win y Regine estuvieron más que correctas (una grata sorpresa para mí, todo sea dicho) y pudimos disfrutar de pleno todos y cada uno de los solos instrumentales de las canciones, además de vislumbrar entre las capas de sonido las coloraturas del violín, el clarinete y el saxo que aportan ese plus de magia musical a muchos de sus temas. Uno de los logros del concierto, más allá de su efectividad visual y espectáculo, fue precisamente el cuidado que demostraron en que todo lo que tenía que sonar, sonara y encima lo hiciera lo mejor que se pudiera. Todo un regalo para alguien como yo que, himnos aparte, disfruta de apreciar todos los matices musicales que nutren sus canciones y que, desde la primera escucha, me han fascinado de ellos.

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La elección de las canciones para un grupo con la trayectoria de estos canadienses es algo muy delicado y que sabes de primera mano que jamás dejará cien por cien satisfecho a tus espectadores. En este caso, aunque eché en falta algo más de «The suburbs» y «Neon bible» destaco principalmente el recurso continuo a ese mítico y ya casi eterno «Funeral» del que sacaron a lucir más temas de los que esperaba, como ese potente «Neighborhood #3 (Power out)» que me llevé en la cabeza camino del trabajo el lunes siguiente. O lo bonito y e intenso que sonó un tema tan sobrio como «The suburbs» para luego volver a sacar la pirotecnia con el incendiario «Ready to start» y ese estribillo que gana en intensidad al ir siendo relegado hacia el estallido final y finalizar con Regine dándolo todo con esa «Sprawls II» que no puede faltar en ninguno de sus conciertos.

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En mi memoria quedan tantos momentos que van y vienen en forma de flashes en mi cabeza, pero, de entre los más emotivos, me quedo con la belleza musical y visual que fue la interpretación del «It’s never over (Oh Orpheus)» con Win en el escenario y Regine en una elevación a uno de los lados de la pista alternando sus voces mientras que el foso y las gradas del Palau se llenaban, a petición previa de Win, de la luz de las linternas de los móviles.

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Como colofón final, aunque para algunos sea ya repetitivo, la locura con «Wake up». EL himno por excelencia, esa canción de melodía casi perfecta, violines, vientos, percusión y guitarra potente y uno de los coros de estribillo más emocionantes de la historia de la música reciente. Y más aún en esta ocasión, con la Preservation Hall Jazz Band (sus teloneros) sobre el escenario para dar aún más potencia instrumental. La canción que hizo volver las lágrimas a mis ojos al volver a ver todos los brazos del Palau en alto coreando su estribillo al unísono, de la misma manera que lo hizo hace ocho años. Una canción universal que siento que ha formado, forma y formará parte de toda mi vida.

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Debates aparte sobre el futuro de una banda que puede que viva de rendas de anteriores álbumes pero sigue siendo eficiente y fresco en directo, los conciertos de la presente gira parecen estar concebidos como un regalo para sus seguidores. Y, con ellos, hacernos sentir que son mágicos, que tendrán sus altibajos a nivel discográfico, pero que con lo que han hecho probablemente ya se hayan hecho eternos. Está claro que desearíamos otro gran disco en su futuro, quizás lo hagan o quizás no (¿quién les iba a decir que el sosegado «The suburbs» sería considerado por algunos como su mejor trabajo?), pero sólo por lo que nos han hecho vivir, tanto en directo como con sus canciones, ya se han hecho un nombre en la historia de la música moderna actual.

Como testimonio, estos dos vídeos (de entre muchísimos) que podrían resumir las sensaciones vividas.

Como cada año, el 8 de Marzo se llena de mensajes de exaltación femenina (y, obviamente, feminista y sin complejos), reflexiones y, sobretodo, mucha y necesaria reivindicación. En este contexto, por qué no aprovechar y resaltar, por un día, expresiones artísticas lideradas por mujeres en los tres campos que más me gustan. Escritoras y heroínas literarias, cantantes y compositoras, directoras y creadoras cinematográficas. Hay tantas y tan diversas que me gustan que no acabaría nunca de mencionarlas, así que tomo la osadía de seleccionar una protagonista y nombrar a tantas otras que podrían ocupar su sitio.

Una novela: «Tú no eres como las otras madres» de Angelika Schrobsdorff.

Una mujer escribiendo orgullosa sobre la figura de su madre, toda una mujer revolucionaria en su época, a contracorriente de todo lo que se pedía y esperaba de ella, que consigue todo lo que se propone con el mismo egoísmo que históricamente se les ha permitido a los hombres hacerlo y a ella, por su condición de mujer, se le condena. Una novela conmovedora que, a lomos de las circunstancias vitales de la protagonista, explica parte de la historia europea del siglo XX bajo un prisma femenino.

Otra novela más de las que, a través del sufrimiento narrado (porque, a pesar de querer conseguir lo que se propone, se topa con las dificultades propias de su momento y condición) te hacen ser consciente de todas las dificultades que hemos tenido a lo largo de la historia y, en parte, te hacen sentirte afortunada de vivir esta época, siendo también consciente a su vez de todo lo que aún falta por hacer.

Novelas como otras maravillosas escritas y protagonizadas por mujeres que han caído en mis manos este último año, como la cuatrilogía de Elena Ferrante («La amiga estupenda», «Un mal nombre», «Las deudas del cuerpo», «La niña perdida»), «Media vida» de Care Santos, «La vida cuando era nuestra» de Marian Izaguirre o «En el país de la nube blanca» y «La canción de los maoríes» (actualmente en mis manos, por poco tiempo) de Sarah Lark (y a falta de leer la última de la trilogía).

Una canción: «Respect», de Aretha Franklin

Por qué no, un clásico. Con todas las letras, cantado con fuerza y personalidad. Porque no debió ser fácil para una cantante (y más aún, negra) hacerse con un nombre propio en el mundo de la música en su época. Ella y muchas otras más o menos coetáneas como las también maravillosas Nina Simone, Etta James o Edith Piaf, mujeres con valor y determinación, fuertes y comprometidas, luchadoras sin complejos. Con las agallas necesarias en su momento para poder conseguir lo que consiguieron y un talento infinito a años luz de muchos de sus coetáneos masculinos.

Y, detrás de ella, Janis Joplin y su garra infinita, y ya rozando la actualidad tantas que me vienen a la cabeza que no me las acabo. La inolvidable Amy Winehouse, Fiona Apple, Feist, Jenny Lewis, Julie Doiron o Natalie Prass, por nombrar algunas actuales con mayor o menor trayectoria, o las frontwomen sin las que sus bandas no serían nada Florence Welsh (Florence and the machine), Beth Gibbons (Portishead), Laetitia Sadier (Stereolab), Mimi Parker (Low) o Victoria Legrand (Beach house). Todas ellas entre tantas otras construyendo un universo musical que, sin ellas, no sería ni la mitad de lo que es ahora.

Una película: «Mustang», de Deniz Gamze Ergüven

He aquí el apartado en el que me resulta más difícil poner un título. Podría haber optado por mencionar actrices, las hay a miles, hubiera sido mucho más fácil. Pero no, porque si hay que mirar alto, el hecho de que sea más difícil encontrar directoras relevantes y con renombre, es un símbolo inequívoco de la realidad actual y uno de los motivos para reivindicar.

En este caso, la selección me ha venido a la cabeza de repente y se me ha antojado como la más idónea para un día como hoy. Porque es actual y refleja una realidad actual de un país no tan lejano como Turquía. De la manera más bella posible y con la mirada femenina que relatar algo así requiere, esta delicia narra y describe la dureza del despertar femenino en una sociedad atrasada. Tan atrasada y dura como la que probablemente vivieron nuestras abuelas, bisabuelas, tatarabuelas, y más allá. Mujeres que, a pesar de todo, se solidarizaban entre ellas porque, conscientes de su condición, era la mejor manera de sobrellevarlo.

En este apartado podríamos haber hablado también de Sofia Coppola y «Las vírgenes suicidas», Isabel Coixet y la maravillosa y reciente «La librería», Greta Gershwig y «Lady Bird», recientemente tratada en este espacio o Jane Campion y «El piano», entre otras.

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Tal y como se pretendía demostrar hoy, nuestro mundo y nuestra sociedad sin el trabajo de las mujeres no sería absolutamente nada. Ahora sólo falta que llegue ese ansiado día en el que no haya necesidad de conmemorar ningún otro 8 de marzo. Queda mucho por hacer y nosotros, mujeres y hombres actuales, tenemos la obligación de poner los medios.

Y vosotros, ¿qué figuras os apetece reivindicar?

 

 

Coincide este año que, en la semana previa a la celebración de los premios de la academia de Hollywood, he visto dos de las películas que acaparan las nominaciones. Y como ambas películas me han inspirado para poder escribir sobre ellas, por qué no dedicarle unas líneas a cada una de ellas horas antes de saber el veredicto y, de rebote, repescar y dejar unas líneas para otra de las que, en cuanto la vi, supe que difícilmente se olvidarían de ella (ni yo tampoco).

Lady bird (Greta Gerwig)

El primer film como directora de esta actriz y guionista (que para mí siempre será la maravillosa Frances Ha que corría por las calles de Nueva York en blanco y negro con David Bowie de fondo) en el fondo no es más que otra película más sobre el final de la adolescencia. Con una bonita fotografía, buenos diálogos, buena cinematografía y buenas interpretaciones (muy especialmente una sobrecogedora y nominada Laurie Metcalf en el papel de la madre), debemos remarcar que, en sí, no aporta nada nuevo. De ahí que muchos hayan quedado decepcionados tras su visionado y pueda considerarse que, en cierta manera, está sobrevalorada.

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No diré que no haya parte de razón en todo esto ni a entrar en el debate de si merece o no tantas nominaciones (debate inútil y desgastado, por otro lado, teniendo en cuenta el funcionamiento de estos premios a lo largo de su historia). Simplemente remarcaré que es una de esas películas que llegará al alma de quienes vean reflejado algo de sus vidas, presentes o pasadas. Cabe decir que, en mi condición y edad, pertenezco al target más claro al que va dirigido el film, más aún en su contexto histórico (ese 2002/2003 que, aunque no fuera mi último año en el instituto, fue un curso significativo en mi vida). Los primeros 2000 y el embrión de la revolución digital que vendría después, la consciencia de la cerrazón de allí donde vives y te has criado, las ganas de salir y descubrir algo más, la delgada barrera entre el conflicto y el abrazo con tu madre, la exploración de tus diferentes «yos» a través de las amistades y el amor incondicional de tus padres (seas o no consciente de ello), entre muchas otras cosas. El fin de la adolescencia en una ciudad de provincias, el tener ganas de comerte el mundo para darte cuenta luego de que el pastel es demasiado grande para poder digerirlo.

No pretendo desvelar mucho más ni hacer spoilers, más allá de admitir que solté alguna lágrima de reconocimiento en alguna escena y que probablemente no sea la única que lo haga. Leído esto, que cada uno considere si podrá gustarle o no la película. O, al menos, verla advertido porque, al final, no deja de ser una película bonita.

Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh)

He aquí la perfecta mezcla entre drama, western, thriller y comedia negra que probablemente haya visto en mucho tiempo. Una brillante cinta sostenida principalmente por aún más brillante guión lleno de giros inesperados (sin duda merecedor de un Oscar, si acaece) y, por supuesto, sus premiadas y nominadas interpretaciones.

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20 años después de conseguir el premio a la mejor actriz secundaria por la entrañable policia de «Fargo», vemos a una Frances McDormand muy diferente en una cinta con características similares. Con un personaje que ya de por sí ofrece una oportunidad de lucimiento, la actriz ofrece el recital interpretativo que pide el personaje, una apisonadora en cada gesto, frase y mirada que refleja el profundísimo drama que guía todo lo que hace y dice. Por el otro lado, un surtido elenco de secundarios entre los que se encuentran los también nominados Woody Harrelson y Sam Rockwell interpretando a dos de los policias de la pequeña ciudad en la que se localiza la acción, cada uno de ellos con sus defectos y debilidades, tomando casi el protagonismo en determinados momentos.

A diferencia de las películas de los Coen y Tarantino, con las que es inevitablemente emparentada, en este caso el drama subyacente, tanto de la protagonista como de la sociedad de la que forma parte, es tan serio que no concede ni permite ningún cinismo. Pero, a su vez, tiñe de comedia negra magistralmente muchas de las situaciones, convirtiéndose en una de esas películas en las que acabas riéndote de lo que poca gracia tiene sin sentir que has perdido el respeto. Esto, junto con un cierto mensaje esperanzador en la resolución de algunas de las situaciones, la dota de un gran humanismo que relaja ligeramente la tensión que genera la trama y resulta un retrato más universal de lo que creemos de la hipocresía, nuestras propias contradicciones y las relaciones humanas en comunidad.

Dunkerque (Christopher Nolan)

Finalmente, la película repescada. Nolan en estado puro explorando otro terreno narrativo, la bélica. Un género que, personalmente, no aprecio, pero que intuía que, bajo la batuta del director de dos de mis debilidades, «Origen» y «Interestellar», no me dejaría indiferente. Y debo decir que, meses después de haberla visto, aún se me ponen los pelos de punta al volver a ver algunas de sus imágenes, reviviendo las intensas sensaciones experimentadas mientras la veía en el cine. Toda una experiencia cinematográfica envolvente, intensa y emotiva, una de esas películas que hacen sentirte como si estuvieras ahí en medio, deseando subir como sea a los barcos, tapándote los oídos mientras oyes a los aviones enemigos acercarse, tratando de respirar lo más hondo posible para no ahogarte. Todo ello contado, cómo no, con el habitual juego de planos temporales del director que personalmente me fascina de sus cintas.

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Probablemente sea la cinta que se lleve el gato al agua en las categorías técnicas (al menos considero que debería llevarse las correspondientes al sonido), pero que sería la excusa perfecta para concederle una estatuílla a la dirección que, injustamente, no fue valorada en su día por «Interestellar».

Entre la inabarcable (y ciertamente muy interesante) oferta de series actual, de la cual soy consumidora en mi rutina diaria, cuesta en ocasiones toparse con alguna que fascine de verdad. Hasta que un día, guiada por determinadas recomendaciones, atacas casi a ciegas Dark y, desde el primer episodio, nada vuelve a ser igual. Y os preguntaréis, ¿qué tiene esta serie para haberme calado tan hondo? Y el reto más difícil aún que planteo en estas líneas, ¿cómo explicarlo sin que se escape ningún spoiler y conseguir que, aquellos que no la habéis visto aún, lo hagáis lo más a ciegas que se pueda?

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Empezaré por algo sencillo. El poder de sus imágenes. Su delicada cinematografía. El tratamiento de los planos, la luz, el paisaje. Cómo describe gráficamente el ambiente del pequeño pueblo de Winden y los bosques alrededor en los que se desarrolla la serie, cómo se mima cada detalle, cómo todo (o casi todo) tiene un sentido y una razón de ser de esa y no de otra manera. Como si de una película de autor destinada al gran público se tratara, los directores (y creadores) Jantje Friese y Daran Bo Odar hacen del tratamiento de las imágenes un elemento clave en cada capítulo, haciendo de la experiencia de verla toda una delicia para la vista.

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Toda esta delicadeza visual se planta al servicio de una trama en la que los personajes también son clave. Unos personajes excelentemente dibujados, definidos e interpretados, de los que a lo largo de los episodios van cayendo sus capas y se van tejiendo los lazos entre ellos, los que conocen y los que desconocen, a lo largo del tiempo y el espacio. Personajes con los que es fácil empatizar, a los que juzgar con cierta emoción, contradictorios y complejos como cualquier persona normal.

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¿Y la trama, qué? No os engañaré, nada que no se haya visto, en el fondo (aunque, realmente, ¿qué falta por ver a estas alturas?). Un pueblo alemán lluvioso y frío del montón, niños y adolescentes desaparecidos, una central nuclear, una cueva misteriosa y personajes atormentados. Ojo, no os dejéis engañar por sus primeras comparaciones con la encantadora Stranger things porque, quitando los dos primeros episodios, poco o nada tiene que ver. Os advierto, también, de que deberéis tener los sentidos y la atención al cien por cien porque se vuelve cada vez más compleja y adictiva. Y sí, tan oscura como su título. Su sutil ciencia ficción y su misterio poseen esa complejidad que te permite teorizar y dejar la cabeza dando vueltas, que te hace pensar en lo que pasa en la serie y reflexionar sobre la condición humana, sobre el presente, el pasado y el futuro. Todo ello aderezado con muy buenos diálogos y unas narraciones cuidadas con intención claramente literaria.

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A todo este conjunto se suma una preciosa banda sonora en la que destaca su evocador tema de cabecera, «Goodbye» de Apparat feat. Soap&Skin, y que pone la música al servicio de las imágenes a la mejor manera aprendida de la ficción norteamericana. Porque además, no lo he dicho aún, la serie no es americana, sino alemana. Algo que, la verdad, se agradece, por qué no poder disfrutar de una producción europea de calidad.

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En resumen, una excelentísima producción televisiva destinada a todo aquel a quien guste el coqueteo con la ciencia ficción y disfrute del misterio, las reflexiones sobre la condición humana, la recreación histórica reciente y la belleza visual y sonora. Un caramelito televisivo con aroma de buen cine.

Madeira es una pequeña isla de origen volcánico de 57 km de largo por 22 km de ancho situada prácticamente en medio del Océano Atlántico, a unos 460 km en línea recta al norte de Tenerife. Es la mayor y principal isla de un pequeño archipiélago formado también por un conjunto de islas desiertas situadas al sureste (llamadas como tal) y una más pequeña y habitada al noreste llamada Porto Santo.

Llevados por la recomendación encarecida de unos amigos y la sensación de verano acortado que tuvimos este año, decidimos hacer de esta isla subtropical nuestro destino para las vacaciones de Octubre. Y resultó ser todo un acierto al convertirse en, a mi parecer, uno de los lugares más alucinantes que he pisado en mi vida.

Madeira es, sin lugar a dudas, la isla de los mil contrastes. Una montaña en medio del océano de carácter salvaje y tranquilo a la vez que te atrapa con las maravillas de sus paisajes y te impresiona precisamente con esos contrastes que te hacen viajar de un lugar al otro del mundo atravesando sólo un túnel. Resulta increíble reunir tantos elementos en una extensión tan (relativamente) pequeña de terreno. Aunque, aviso para navegantes, carece de uno de los elementos más deseados en cualquier isla paradisíaca, las playas. Algo que, afortunadamente, la ha salvado de las garras terríficas del turismo masivo y parece haber permitido conservar todo lo salvaje que el mundo actual  permite en un lugar así. Al menos, por ahora, y esperemos que así continúe.

De entre todas las cosas que ofrece, a continuación resumo las 13 que más nos impresionaron de las que pudimos disfrutar.

 

1- El salvaje y exuberante norte

Al tratarse de una montaña en medio del mar, la cara norte de la misma se encuentra encarada a merced de los vientos alisios. Unos vientos capaces de provocar que en cuestión de minutos un sol abrasador sea anulado por niebla cegadora y lluvia para luego desaparecer como si nada hubiera pasado. Fenómenos meteorológicos que dan lugar a un verdor infinito y fresco, a bosques salvajes volcados hacia pequeños valles y al mar a través de agrestes acantilados o pequeñas desembocaduras en forma de furtivas calas de gigantes cantos rodados de tonalidad gris.

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Rocha do Navio, Santana

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Faial

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Praia de Faial

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Piscinas naturales, Porto Moniz

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Sao Vicente

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Carretera de Sao Vicente a Seixal

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Costa norte desde Ponta Delgada

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Boaventura

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Casas tradicionales de Santana

Un espectáculo natural que luce en todo su esplendor en lugares como Faial y su peñasco, Santana y sus casas tradicionales de techo de paja, Ponta Delgada, San Vicente o Seixal y desemboca en Porto Moniz y sus curiosas piscinas naturales. Que puede ser paladeado kilómetro a kilómetro a través de la carretera que lo atraviesa, deteniéndose sin prisas en cualquiera de sus miradores, aventurándose por sus caminos al borde de acantilados o sentándose a observar el oleaje y la costa atravesada (y por atravesar) en un canto rodado de cualquiera de sus playas.

 

2- Cuevas volcánicas de San Vicente

En el recorrido por la costa norte, vale la pena realizar una parada en el camino para visitar este vestigio de la actividad volcánica que dio origen a la isla, dormida desde hace más de 5.000 años. Un hecho que nos ofrece el privilegio de poder acceder y ver en primera persona los túneles por los que circulaba la lava durante la formación de la isla y, a través de ello, aprender un poco sobre vulcanismo.

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Túnel en cuyo suelo se aprecia la rugosidad de la lava

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Río subterráneo entre túneles

Su visita nos permite sentir en las manos la rugosidad de la lava tal y como se asentó en su momento, observar aquellas piedras que quedaron atrapadas en medio de los túneles y con todo ello viajar con la imaginación al momento en que todo aquello se encontraba repleto de ríos ardientes de piedra fundida. Un testimonio natural de primera mano bien acondicionado e iluminado para darle un pequeño toque de belleza a la visita.

 

3- El testimonio volcánico en San Lorenzo

Hablando de contrastes, a pocos kilómetros del verde exuberante del norte de la isla aparece, en su punta más oriental, la árida península de la punta de San Lorenzo. Una fina extensión de la isla de colores ocres y terreno pelado que deja al desnudo los colores de la roca volcánica de origen y se parte a lado y lado en forma de policromados acantilados junto a sus islotes desprendidos.

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Todo un espectáculos de marrones, rojos, amarillos y negros ordenados en rigurosas filas testimonio de diferentes erupciones y episodios. Dispuestos tal libro de historia geológica de la isla, se pueden admirar paseando a través del PR-8, el camino que recorre la península hasta su extremo en un recorrido de 8 km en total perfectamente practicable pero que precisa de una cierta costumbre senderista o ligera forma física.

 

4- Cabo Girao

Debido a su orografía, la mayor parte de la costa se encuentra dispuesta en forma de acantilados. Entre ellos, en la cara suroeste, se encuentra el que está considerado como el más elevado de toda Europa. 580 m de vértigo sobre el que se dispone un mirador de suelo semi-transparente en su centro y rejilla en los lados, sin duda no apto para aquel que sufra el mínimo ápice de vértigo.

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Los pies sobre el mirador de cristal

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La faja de Cabo Girao bajo el mirador

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Vista de Camara de lobos

Para el resto, toda una sensación observar las fajas del acantilado bajo los pies, fijarse en los árboles suicidas que cuelgan de las paredes y asomarse a contemplar parte del valle donde desemboca la localidad de Camara de lobos y la bahía de Funchal al fondo. Todo esto mientras la niebla no haga acto de presencia momentánea, claro, ante lo que sólo habrá que esperar unos minutos (con suerte).

 

5- Ponta do sol, Camara de Lobos, Madalena do mar y los valles de plátanos

La costa al oeste de Funchal, la capital de la isla, se compone principalmente de valles encarados al mar repletos del intenso verdor de los plataneros y varias localidades de casas de colores y carácter marinero. Algunos ejemplos destacados de ello mismo son Ponta do sol, llamada de esta manera por ser uno de los mejores lugares en los que admirar la puesta del sol sobre el mar (especialmente desde la terraza del Restaurante Sol Poente), la pequeña Madalena do mar y la pesquera Camara de lobos.

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Camara de lobos

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Puerta decorada en Camara de lobos

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Madalena do Mar

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Ponta do sol

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La puesta de sol desde Ponta do sol

Todos ellos pueblos con encanto en los que parecen convivir pacíficamente turistas y locales, en los que puedes estar sentado en una terraza junto a otros turistas y a pescadores lugareños en su descanso dominical. Lugares que, por ahora, mantienen su carácter marinero auténtico sin cerrarse al turismo, donde se puede sentir el carácter local. Lugares, además, cuidados al detalle y pintados, incluso decorando sus puertas o sus paredes con bonitos collages o murales que les confieren un toque moderno y artístico. Lugares que emanan luz, color y paz.

 

6- Un paseo por las montañas

Entre costa norte y costa sur de la isla se encuentran dos plataformas montañosas principales. Al oeste, el altiplano de Paul da Serra, y al oeste, la pequeña cordillera donde se encuentran los picos más altos, el Ariero y el Ruivo, a más de 1.800 metros de altura. Algo que te permite pasar de estar sudando a 30 grados en la costa sur a, en pocos minutos, tener que abrigarte para soportar los 12 grados de los picos. Todo ello para poder admirar su pequeño altiplano con el resto de la isla a lado y lado y mares de nubes alrededor.

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Funchal abajo del Pico do Arieiro

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La carretera por el pequeño altiplano del Ariero

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Levada de Ribeiro Frio

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Laurisilva en la Levada de Ribeiro Frio

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Granja de truchas en Ribeiro Frio

En su cara norte, ambas plataformas albergan bosques de laurisilva, los bosques subtropicales originales que cubrían toda la isla antes de que llegaran los primeros colonizadores. Entre ellos se dibuja toda una red de senderos que acompañan las levadas, así llamadas las acequias que los pobladores de la isla construyeron para trasladar el agua del húmedo norte al sur de la isla, más seco y menos lluvioso. Senderos como la Levada de las 25 fuentes o la Levada del calderón verde. Los caminos por antonomasia de la isla, la mejor manera de disfrutar de su interior, entre los que se encuentran cosas tan curiosas como la granja de truchas de Ribeiro Frío, su río principal.

 

7- Funchal

El elemento principal de Madeira es, sin duda, la naturaleza. La excepción más importante a este hecho se encuentra en su capital, Funchal. Una ciudad dispuesta gentil y ordenadamente sobre el lomo del valle principal de la isla. Arrebatadamente encantadora con su arquitectura colonial, destaca principalmente por sus edificios bajos coloridos o blancos. Un paseo por sus calles nos muestra el Palacio de San Lorenzo, el Teatro Municipal Baltazar Dias, la Catedral de Funchal, el colorido pero excesivamente turístico (todo sea dicho) Mercado dos Lavradores o la colorida Fortaleza de Santiago. Y para desconectar, es una delicia pasear por los floridos parques del Jardín municipal con sus vistas o de la Plaza del pueblo a tocar del puerto.

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Funchal desde el Parque da Praça do Povo

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Vista de Funchal desde el Parque de Santa Catarina

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Mosaico en la entrada del Mercado dos Lavradores

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Capela do Corpo Santo

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Fortaleza de Sao Tiago

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Puerta pintada en barrio de Santa Maria

La guinda del pastel la pone el barrio de Santa Maria, el más antiguo de la ciudad, que alberga en sus calles principales todo un museo de arte contemporáneo popular al aire libre con sus puertas pintadas libremente. Una fusión de elementos antiguos y modernos que, todo sea dicho, sería más disfrutable con la mitad de restaurantes en su calle principal. Aún con todo, atravesarlo para admirar la preciosa placita del Largo do Corpo Santo vale la pena.

 

8- Jardín Tropical Monte Palace

En el mismo Funchal, a 600 metros sobre el nivel del mar y encarado hacia el resto de la ciudad, se encuentran unos de los jardines botánicos más importantes de la capital. Una maravilla concebida para viajar desde Madeira y Portugal hasta el lejano Oriente, que alberga alrededor de 100.000 especies diferentes procedentes de todo el mundo, principalmente tropicales, organizadas por diferentes espacios y ornamentado con elementos de inspiración oriental en las zonas de vegetación tropical y clásica en la zona dedicada a la vegetación autóctona. Y, entre palmeras, hortensias, orquídeas (que por la época no pudimos ver en su esplendor), cicas y helechos gigantes, nos topamos con estanques llenos de peces Koi gigantes y coloridos que resultan la mar de curiosos. Sin lugar a dudas, uno de los must de la capital y de toda la isla.

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Su ubicación permite, además, disfrutar de bonitas perspectivas de la ciudad en las que tomar consciencia de su propia orografía. De hecho, acceder a él resulta ya de por sí toda una experiencia, sea a través del vertiginoso teleférico o sintiendo la verticalidad de su calle principal de acceso (y la práctica caída libre que supone su bajada, claro). Una vez fuera de los jardines, merece la pena acercarse a la basílica de Santa Maria do Monte, lugar de peregrinación de los madeirenses, una preciosa iglesia en cuyo interior destaca el techo de madera policromado y la presencia de azulejos coloridos, marca de la casa del arte sacro de la isla. Y una vez allí, observar (o aventurarse a montar) la bajada de esas curiosas cestas deslizantes conducidas por hombres ataviados de blanco y sombrero, los carreiros.

 

9- Ballenas y delfines

Debido a su ubicación oceánica y a la geografía de la isla, que hace que el mar alrededor de la isla adquiera una significante profundidad a pocos metros de la costa, Madeira alberga una importante población de cetáceos en su costa. De hecho, durante todo el año habitan poblaciones locales de especies como el Calderón negro o el Delfín mular, mientras que en diferentes momentos del año, en función de su ubicación en peregrinación, pasan por sus aguas otras muchas especies. Es por ello que una de las cosas más bonitas que se pueden hacer en Funchal es subirse a una embarcación para poder acercarse a ellos y observarlos.

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En el mismo puerto y alrededores se ubican varias empresas que ofrecen este tipo de servicios, casi todas con precios similares. Se ofrecen expediciones con diferentes tipos de embarcaciones, desde catamaranes y veleros de recreación histórica hasta lanchas rápidas. Esta última opción, aunque más cara, fue la elegida por nosotros, al ofrecer no sólo el plus de aventura sino también la mayor posibilidad de acceder rápidamente al lugar donde se avistan estos mamíferos. Los chicos de Rota dos cetaceos fueron los elegidos para llevarnos y fue todo un acierto, explicándonos cada especie que pudimos ver (las dos especies locales mencionadas en el párrafo anterior) y abogando por una experiencia lo más respetuosa posible con los animales, emocionante y única.

 

10- Desniveles, curvas y vértigo

Uno de los aspectos más importantes a tener en cuenta cuando se visita la isla es su escarpada orografía. A lo largo de su recorrido nos encontramos con fuertes desniveles, carreteras de curvas sin fin y acantilados de vértigo. Actualmente la red principal de carreteras ha conseguido domar el territorio facilitando los accesos entre poblaciones a través de túneles (a excepción de una parte al norte que aún se encuentra en construcción). Aún así, es fácil y hasta una de las experiencias más madeirenses tener que sortear cualquier carretera de montaña. Incluso en ocasiones resulta la manera más bonita de explorar la isla.

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Carretera de montaña de camino a Pico Ruivo

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El desnivel en Funchal

Es por ello que resulta recomendable tener en cuenta esto a la hora de seleccionar un vehículo de alquiler así como considerarlo a la hora de preparar las rutas de visita. Es uno de los aspectos que más condicionan la isla y a su vez uno de los que la hace tan especial y salvaje. Además de contribuir tan claramente a todos los contrastes que ofrece.

 

11- La isla de las mil flores

Una de las cosas que enamoran de Madeira desde el primer momento es la omnipresencia de flores. La población local, aprovechando el clima subtropical, su intenso sol y humedad, cuida los jardines de las casas y los convierte en auténticos museos vegetales al aire libre. De la misma manera, las plazas principales de cada localidad y muchas calles se encuentran repletas de diferentes plantas con flores. En Funchal el espectáculo se encuentra en sus jardines públicos, representación y compendio del colorido floral presente en toda la isla.

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Flor ave del paraíso, la flor más emblemática de Madeira

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Árboles floridos frente a un lugar de Bookcrossing en el Parque Jardim Municipal de Funchal

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Jardín de fachada en Madalena do mar

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Árboles floridos en Santana

Esto hace que las poblaciones de la isla se llenen de vida, color y frescor, por lo que parece en cualquier época del año (nuestra visita fue en Octubre y era todo un espectáculo). De hecho, una de las festividades más importantes es la Fiesta de las flores al inicio de la primavera, una asignatura pendiente (de entre tantas) para una próxima visita.

 

12- El festival del agua

Madeira es, además de la isla de los contrastes, las curvas y las flores, la isla del agua. Especialmente en sus caras norte y suroeste y muy marcadamente en episodios de nubosidad o lluvia, es fácil toparse de repente con pequeños saltos de agua a lado y lado de la carretera, algunas de las cuales mueren o en el mismo mar o a pocos metros del mismo, fusionando agua dulce con el vasto océano de agua salada que la rodea. En algún que otro tramo incluso puede sorprender la presencia de caídas de agua encima mismo de carreteras antiguas.

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Salto de agua en la carretera de Sao Vicente

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Desembocadura del Ribeiro Frio en la Praia de Faial

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Pequeño salto de agua sobre un campo de plátanos en Madalena do mar

Además de todo esto destaca la presencia del ya mencionado Ribeiro Frio, un río en plena isla que nace de sus picos más altos en el que se puede practicar barranquismo. ¡Quién lo diría de una isla de sólo 22 km de ancho! No deja de ser una consecuencia de la orografía y el clima particular de la isla y lo que sostiene el salvaje verdor presente en parte importante de la isla. Un espectáculo más a añadir a la función.

 

13 – Espada con plátano, bolo do caco, espetada, pescados a la brasa y otros platos descomunales

Para finalizar nuestro repaso, no podía pasar por alto destacar la suculenta oferta gastronómica que presenta la isla. Con la cocina portuguesa de base y sus productos propios como toque personal, destacan principalmente los pescados a la brasa y, entre ellos, la espada a la brasa con salsa de plátano, quizás el plato más emblemático de la isla, una curiosa y deliciosa combinación de dulce y salado (que probamos en el Restaurante Serra e mar de Santana). Además de esto, vale la pena probar las lapas (que probamos a un precio irrisorio en el Restaurante Caravela de Sao Vicente), cocinadas a la plancha con salsa de mantequilla, aceite, ajo y perejil, la misma salsa que te encuentras en el relleno de su pan típico, el bolo do caco, una especie de pan de pita más grueso y jugoso que, si os lo ofrecen, no dejéis de aceptarlo. Tampoco se debe pasar por alto la espetada, un gigantesco pincho de carne de ternera a la brasa cuya base parece ser una pequeña rama que llena de aroma la carne. De nuestra experiencia gastronómica por la isla recordamos también con especial cariño la mousse de maracuyá del Restaurante O Celeiro de Funchal y una simple pero riquísima tortilla portuguesa, de tomate y cebolla, que me arregló una cena en el Restaurante Portao a pocos metros de la preciosa plaza do Corpo Santo en Funchal.

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Espada con plátano

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Pez loro a la brasa

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Lapas

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Espetada

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Bolo do caco

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Platos más guarniciones

Una de las cosas más importantes a tener en cuenta respecto a la experiencia gastronómica en Madeira son las cantidades descomunales de comida que puede venir en un plato. Cada plato viene acompañado por varias guarniciones, diferentes en cada restaurante, que pueden ir desde unas sencillas patatas fritas o arroz con tomate a verduras al vapor de todo tipo, mazorcas a la brasa o incluso espinacas a la crema. Y todo esto, en general, a un precio bastante aceptable, especialmente si nos alejamos de la capital o las zonas más turísticas del sureste. Probar la poncha o el vino de Madeira, similar a los vinos dulces de Málaga, no está de menos y completan la experiencia.

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En definitiva, visitar Madeira fue toda una sorpresa y un acierto. Un lugar al que volver que, aparte de su indudable belleza, resulta muy agradable de visitar, una preciosa experiencia viajera que nos transporta a lugares lejanos a pocas horas de avión de casa.

En este momento de mi vida, en la que el (ansiado) trabajo me tiene absorbidos mente y físico, me reencuentro intensamente con la lectura. La suerte, además, es haber topado a lo largo de este año con un gran número de títulos que bien hubieran merecido unas líneas por estos lares. De entre todo lo leído, uno de los títulos más fascinantes que ha pasado por mis manos ha sido esta autobiografía ganadora del Premio Pullitzer de biografía del año 2016. Todo empezó con un encuentro casual en la biblioteca que enlazó memorias recientes de vete-a-saber-de-dónde-me-suena-esto con la búsqueda de una guía para un viaje a Madeira. Porque finalmente esa fue la clave para que me decidiera a cogerlo, qué mejor que leer un libro donde sabes que hablarán de un lugar al que has ido o irás.

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Primero de todo podríamos definirlo como un cuaderno de viaje. Como toda la vida de su autor, desde su infancia y adolescencia entre California y Hawaii, hasta el mundo entero que finalmente surca a lo largo de su vida, ayudado obviamente por su profesión de periodista de conflicto. Porque lo primero que nos atrapa de su narración es la descripción sencilla de los lugares por los que pasa y sus gentes, esa ruta vital fascinante que comienza en las islas Hawaii y continúa años más tarde por toda una retahíla de islas polinesias a buscar entre el Pacífico en Google Maps (porque probablemente jamás las hayas oído ni mencionadas), Australia, Indonesia, Sudáfrica, San Francisco, y por último, esa esmeralda salvaje y fascinante en medio del Atlántico que es Madeira. Sintiendo cada lugar tan propio como lo siente el autor mientras allí se encuentra, mimetizado entre su naturaleza, sus olas y sus habitantes. Enfrentándose a sus peligros, a sus retos, a la propia supervivencia. Y, principalmente, sin alardear de ello en ningún momento, sin sentirse superior por aquello que vive, sin la chulería que quizás esperaríamos de alguien con vivencias tan intensas.

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En todo esto, es importante subrayar el hecho de que es un libro sobre surf. Sí, y como tal se define en su reverso. Porque el surf y la búsqueda constante de la ola es la espina dorsal en la que se apoya y la base de su narración. La guía de sus interminables expediciones, la razón para seguir o quedarse en un lugar. El hilo conductor de la vida que nos narra su protagonista. Y, a través de él, paralelamente pasan las décadas desde su nacimiento en los 50 hasta la actualidad, pasan diferentes episodios de la historia mundial, la transformación de la sociedad y del mundo, las diferentes etapas de la vida, la evolución de los sentimientos. Su ansia por surcar las olas de medio mundo, lo que le mueve por el mundo. Es su refugio, un lugar íntimo entre las olas y él, su manera de enfrentarse a las adversidades de la vida.

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Tal y como es ese mundo que construimos para nosotros mismos con nuestras propias aficiones. Esa relación íntima y personal que tenemos con aquello que nos apasiona y nos adueñamos como propio. Esa contradicción que sentimos ante el hecho de que algo que sólo conocíamos nosotros de repente gane más popularidad de la que en el fondo desearíamos. El descubrimiento público y mercantilización paulatina de nuestros paraísos personales, sean los que sean. Y todo ello unido a la suma de los años, a la madurez y la perspectiva que nos proporciona la acumulación de aventuras, a la nostalgia en la que finalmente deriva. He aquí la universalidad de lo que nos narra, donde cada uno podría sustituir el surf por aquello que le apasiona profundamente y probablemente suscribiría cada sentimiento reflejado. La clave de la profunda conexión que consigue el autor con cualquier lector que tenga delante.

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Es por ello que recomiendo encarecidamente este libro a todo aquel que guste de leer sobre viajes, experiencias, aventuras y retos. Y especialmente al que guste de hacerlo en un lenguaje claro pero trabajado, próximo al periodismo más literario. Un lenguaje que narra y describe con igual destreza y ritmo, que nos sumerge en la adrenalina del surf y nos contagia la fascinación que por él siente el autor, que nos invita a acompañarle en el devenir de la vida y nos deslumbra con los parajes en los que se desarrolla la acción. Y con él, por qué no, aprender algo sobre esa disciplina deportiva que tiene una relación tan estrecha con el mar, algo que puede resultar inspirador para todos aquellos enamorados de él.

Una pequeña joya autobiográfica.

En 13 años de participación en la Orquesta de Cámara de la Universitat Pompeu Fabra he podido vivir multitud de momentos musicales llenos de emoción, de algunos de los cuales dejé testimonio escrito en este espacio cuando tenía más vida de la que le doy últimamente. La experiencia interpretativa es, sin duda, una de las mejores sensaciones del mundo, y más aún si es (bien) compartida, como es el caso de la participación en una orquesta. Un contexto musical en el que uno a uno formamos parte pequeña de un gran engranaje, en el que unos y otros nos escuchamos, nos correspondemos y nos complementamos, donde mientras unos llevan la melodía otros disfrutamos nutriéndola mientras esperamos a que sea nuestro turno y nos dejemos mecer por el cojín armónico que los otros sostendrán para nosotros.

Nuestro director, Diego Miguel Urzanqui, trabaja para Résonnance, una fundación suiza cuyo objetivo principal es llevar la música clásica allí donde no hay. Con esta premisa organizan recitales de diferentes formatos en lugares como hospitales, residencias de ancianos o prisiones. En este contexto, el pasado Junio por primera vez tuvimos la oportunidad de realizar uno de los conciertos de la ronda de final de curso en el Centro Penitenciario Brians 1. La intensidad de la experiencia que tuvimos todos merecía ser repetida y así hicimos aprovechando la primera ronda de conciertos de este año, con una formación de más de 30 músicos compuesta por cuerdas, oboés y trompas, acompañados además por la maravillosa violinista Alma Olite. Toda una infraestructura musical y humana con la que interpretar dos piezas brillantes de mi idolatrado Mozart: el concierto para violín y orquesta nº 5 en la mayor (también llamado «El turco») y la Sinfonía nº 29 en la mayor.

De buenas a primeras, el hecho de hacer un concierto en una prisión topa con toda una serie de prejuicios y dilemas morales. La primera idea de tocar ante gente a la que de cruzarse contigo en la calle directamente cambiarías de acera  no deja indiferente. No admitirlo es ser hipócritas, todo sea dicho. Es por ello que el primer ejercicio a seguir es el plantearlo todo desde una perspectiva meramente humana y asumir que, finalmente, se trata de personas. Personas que han cometido sus errores y ya están pagando por ellos. Personas que, una vez apartadas de la sociedad en un lugar tan duro y oscuro como una cárcel, también merecen un pequeño momento de luz y felicidad en su día a día.

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Una vez asumido esto mismo, al atravesar todas las barreras de la prisión y pasar por sus duros controles de seguridad, con el primer impacto de haber visto a toda esa gente visitante en la sala de espera en la retina, acabamos en un pequeño auditorio con un grupo reducido de internos. Un grupo de hombres y mujeres de varias nacionalidades a través de los cuales, educadores mediante, conocimos un proyecto de lo más emocionante y esperanzador, el denominado Programa de gestores culturales.

Se trata de incentivar en los propios internos sus inquietudes culturales y que ellos mismos se encarguen de gestionar y organizarse para su realización. Que aquel que tenga una inquietud musical, por ejemplo, la lleve a cabo con la ayuda de otros compañeros con inquietudes similares y, a través de la misma, aprenda cosas nuevas, de alas a su creatividad, descubra facetas de sí mismo, reflexione y pueda llegar a seguir con ello algún tipo de terapia personal. De todos es sabido el poder del arte y la cultura para desahogarnos, mirar en nuestro interior, desconectar e incluso evolucionar personalmente.

Presenciar lo que este grupo había preparado para la ocasión y escuchar después sus pensamientos y testimonios fue toda una lección de esperanza y voluntad de cambio. Porque como ellos mismos explicaron, todo esto está abierto a todos los internos que quieran apuntarse y muestren un mínimo de compromiso, pero no todos están dispuestos a hacerlo. Es por ello que finalmente queda en manos de una minoría. Pero aún así, una minoría bendita que justifica todo el esfuerzo de los educadores y dibuja un panorama esperanzador entre la crudeza y la desesperanza con la que se ve desde fuera el mundo carcelario.

Hablar con ellos durante la barbacoa que compartimos (y que ellos mismos se encargaron de preparar) fue la última barrera a romper y, quizás, uno de los momentos más especiales de la experiencia. Una barrera que cayó al sentir en sus palabras incluso lecciones de vida y puntos en común en el aprendizaje que todos vamos realizando a lo largo de nuestra vida. Sin cuestionar, juzgar ni preguntar las razones por las que estaban ahí dentro, conversamos tranquilamente, reímos y compartimos reflexiones, tal y como lo haríamos con cualquier grupo de amigos reunidos.

Finalmente llegó la hora del concierto. Un concierto para el que un grupo de internos se había encargado de decorar con motivos musicales y referencias a Mozart el escenario. Y tal y como sucedió en Junio, las muestras de entusiasmo, entrega y agradecimiento durante y después, acompañadas por emocionantes palabras expresadas en voz alta o por escrito en la libreta de Résonance, dio aún más sentido a todo el esfuerzo y el trabajo dedicado a la preparación del repertorio. Nos mostró, de nuevo, que la música no sólo sirve para llenar de belleza el mundo. Y nosotros nos sentimos privilegiados de poder participar en ello y proporcionar a ese grupo de personas una experiencia que muy probablemente no olviden en su vida. Porque para muchos esa tarde fue aquella en la que, por un momento, volaron de sus celdas de mano de Mozart y fueron un poco más felices.

Es por todo esto que en la orquesta siempre estaremos encantados de volver a Brians 1. Porque, al final, todo lo que nos llevamos de ahí dentro nos enseña que hay posibilidad de un mundo mejor.

La avidez lectora que últimamente se ha apoderado de mí ha provocado que en una semana me haya merendado dos libros dignos de ser reseñados. El primero de todos es este clásico de la literatura japonesa escrito a principios de siglo XX pero tan universal que podemos trasladar perfectamente su trama y espíritu a nuestros días. Llegué a él trasteando por los estantes de la biblioteca, cuando lo vi al lado de otro del mismo Natsume Soseki cuyo título, Soy un gato, llamó mi atención hace tiempo gracias a una recomendación vista por internet. Decidí posponerlo, sinceramente, por verlo más largo que Botchan y por leer que este último era una de sus obras principales. Así que me incliné por tener un primer contacto con el autor más breve y significativo, por qué no.

Botchan es el nombre del protagonista, un joven tokiota marcado por una infancia y adolescencia un tanto carente de amor que, tras finalizar sus estudios de matemáticas, obtiene su primer empleo como profesor en Shikoku, una isla al oeste del archipiélago japonés. Una vez allí, se une su visión cínica y distante del mundo con una sociedad provinciana en la que tanto alumnos como profesores la toman con él en diferentes grados. Con todo ello, el autor pretende dibujar un reflejo del funcionamiento de las relaciones humanas dentro de una sociedad llena de desconfianza y  prejuicios, tanta y tantos como lo que él profesa hacia sus habitantes.

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Partiendo de esta premisa Soseki se coloca en los ojos del protagonista (un sospechoso alter ego) y nos ofrece un relato lleno de sentencias hilarantes que, en los primeros capítulos, nos provocan la risa como hacía tiempo que no veía en ningún libro. Los motes, la descripción de las emboscadas, el desprecio con el que mira al resto de personajes, su imposibilidad de adaptarse, todo ello es servido con humor y cinismo resignado, un tono que va desvaneciéndose a medida que la trama avanza dejando su aroma en el ambiente, a la vez que te hace empatizar con el protagonista y tener las mismas dudas e inquietudes que él.

Tal y como he comentado en el primer párrafo de la reseña, lo más significativo del libro es su universalidad. Porque da igual que sea Japón a principios del s. XX, podríamos creernos sin problemas una trama similar en nuestros días y en nuestro alrededor. Con otros matices temporales y culturales, obviamente, pero con su mismo espíritu. Sin llegar a los extremos descritos por la novela, todos nos hemos visto reflejados en una o varias de las situaciones presentadas, todos hemos sufrido y/o sentenciado similares prejuicios ante aquellos a los que no conocemos, y todos hemos tenido las mismas dudas y desconfianzas. Y que, seamos como seamos, más o menos sociales, más o menos emocionales, podemos ser tanto víctimas como verdugos y nos puede afectar porque, al final, somos igualmente humanos.

Por lo que he podido leer sobre la novela, se recomienda su lectura a los adolescentes, y no puedo estar más de acuerdo, ya que estoy convencida de que lo hubiera disfrutado mucho en aquel momento. Por lo que me uno a la recomendación como sugerencia para profesores de lengua de secundaria, padres o cualquiera que tenga alrededor un púber lector.

Como podéis imaginar, Soy un gato entra en mi lista de lecturas pendientes. Ya os explicaré, pero mientras tanto os dejo con algunos párrafos del libro de los que dejé indicados, reflejo de las reflexiones a los que nos invita el personaje principal con las que podemos sentirnos identificados.

«[…] si se piensa un poco, se descubre que la mayoría de la gente, de una forma u otra, quiere que te tuerzas, que no cumplas con tu obligación. Es como si pensasen que si no lo haces no tendrás éxito en la vida. Y cuando de repente se topan con un alguien bueno e inocente, deciden tratarlo como a un niño mimado, y se dedican a despreciarlo y meterse con él. […] Las escuelas deberían enseñarte a mentir mejor, a desconfiar de los demás y a tomarle el pelo a la gente.» Capitulo 5.

«En el mundo hay personas como Bufón, a quienes les gusta meter las narices donde nadie les llama; hay otros como el Puercoespín, que piensan que Japón estaría perdido si ellos no estuvieran allí para salvarlo; algunos, como Camisarroja, que dominan como nadie la gomina y la galantería; y otros, como el Mapache, que se comportan como si fueran el vivo espíritu de la educación vestido con sus mejores galas. Todos ellos aderezados con la adecuada cantidad de vanidad.» Capítulo 7.

«¡Uno no es mejor persona por saber argumentar con habilidad!Ni se es peor por no saber hacerlo bien. […] Si el dinero, la autoridad o el intelecto pudieran comprar los corazones de la gente, las personas más queridas serían los prestamistas, los policías o los profesores de universidad.» Capítulo 8.

 

 

Si curioseáis por el blog posiblemente os encontréis con una reseña de un concierto de Yann Tiersen, el músico bretón que se popularizó gracias a sus aportaciones a la banda sonora de Amélie. Casualidades de la vida, la primera entrada en el blog referida a un concierto después de seis años corresponde al mismo músico, ya que tuve la oportunidad de disfrutarlo por segunda vez en, posiblemente, el escenario más bonito del mundo, el Palau de la Música.

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Si aquella vez me sorprendí con un festival de experimentación musical alrededor del rock y la electrónica, en esta ocasión el formato era completamente opuesto y más cercano a lo que, de primeras, esperarías de un concierto suyo. De ahí su título explícito, ya que el músico salió solo al escenario, llenando el Palau con sus melodías principalmente al piano pero también al violín, al piano de juguete y la melódica.

La excusa para esta vuelta a, en cierta manera, sus orígenes, no era ni más ni menos que presentar su próximo disco, EUSA, un trabajo que aún no ha salido (pero del que sí ha publicado sus partituras) y que consiste en piezas al piano inspiradas en su isla natal, y que interpretó en la primera parte del concierto de tres en tres acompañándolo de una ambientación pregrabada de sonidos de la naturaleza del lugar. Unas piezas que inevitablemente nos recordaban a sus creaciones anteriores al piano. De hecho, debo confesar que no sabía que correspondían al nuevo disco y interpreté el conjunto como una improvisación basada en sus canciones, de las que incluso osé reconocer algunos de los acordes del Summer 78 de la preciosa banda sonora de la no menos bonita Good bye Lenin

Toda esta primera parte nos sumió en una atmósfera relajante en la que, sin saber qué era su inspiración, no pude evitar viajar a los paisajes de Saint-Malo del libro «La luz que no puedes ver», reciente como tengo su lectura. Al finalizar, decidió levantarse de la banqueta del piano para iniciar la segunda parte del concierto a manos del violín, justo lo que muchos esperábamos, arrancándose con Mouvement introductif del Rue des Cascades. Y de ahí, pasó a los dos pequeños pianos de juguete que había delante del escenario, para interpretar Prière n. 2 del mismo y de, ahí, de vuelta a su piano y a sus temas de siempre, tan bonitos como Le matin del Les retrouvailles; y segunda ronda de instrumentos.

Y así fue pasando una emocionante segunda parte que culminó al encadenar dos de las piezas que aparecen en la banda sonora de Amélie de esa misma manera, Le moulin a la melódica y La dispute al piano. Porque por mucho que él reniegue de su consabida participación en la misma, todos hemos tenido el deseo desde que la descubrimos de poder escuchar, al menos, alguno de sus temas en directo. Por ello quizás fue el momento más celebrado de la noche y aquel que consiguió arrancarme unas lágrimas que salieron impregnadas de recuerdos de todo lo que ha sucedido en mi vida desde que vi en el cine con 18 años la película hasta la actualidad.

Tras este emotivo momento, se despidió del escenario pero todos sabíamos que no podía hacerlo de manera definitiva hasta que no interpretara el desgarrador Sur le fil al violín, la única concesión a su etapa clásica de la que pudimos disfrutar la anterior ocasión en la que lo vi y toda una insignia de su directo, allí donde deposita todo su virtuosismo, una pieza y una interpretación con la que es imposible que no se erice cada uno de los vellos del cuerpo.

Al acabar el concierto tras el segundo bis se abrieron las luces del Palau y todos hicimos cola tranquilamente para poder salir ordenadamente observando las maravillas de ese espacio único, a la que las notas de sus últimas piezas que habían quedado en nuestras cabezas daban banda sonora. Si en la anterior ocasión la sensación final fue más impactante por su formato y su sorpresa, esta vez fue la emoción la que copó toda impresión. La emoción de habernos podido deleitar con la belleza de sus sencillas pero efectivas melodías, todas ellas con esa inconfundible marca de la casa que destilan en cada acorde, de ver su cara más íntima, más reposada, y de volver a comprobar sobre un escenario su grandeza como músico e interprete moderno. Ya fuera al piano, enfatizando unos pasajes sobre otros y jugando con el tempo, al juego de los pianos de juguete o aporreando con solvencia las cuerdas del violín rozando los límites de los acordes a cuatro cuerdas. Todo un espectáculo para el oído y para la vista (aunque, en mi caso, me encontraba en un lugar en el que no pude apreciarlo al cien por cien). Un imprescindible a cada visita.

Una de las (múltiples) cosas que me animaron a volver a escribir por aquí fue la lectura del Premio Pulitzer del año pasado «La luz que no puedes ver», del autor norteamericano hasta ahora desconocido para mí Anthony Doerr. Debido a mis circunstancias actuales estos últimos meses he retomado con bastante avidez mi afición lectora, algo que en realidad nunca he perdido pero que reconozco que va y vuelve con diferente intensidad. Unos meses en los que me he topado con títulos de todo tipo desde pendientes como «La trama nupcial» de Jeffrey Eugenides a recomendaciones recientes como «La amiga estupenda» de Elena Ferrara, pasando por algún best seller de puro entretenimiento como «Dime quien soy» de Julia Navarro y alguna sorpresa a ciegas como la recomendable «La estratagema» de Lea Cohen, todas ellas novelas que me han hecho disfrutar en diferentes grados y de las que, cada una con lo suyo, guardo un buen recuerdo.

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Pero entre todas estas lecturas, la que se ha llevado la palma sin lugar a dudas ha sido la que titula estas líneas. Quizás porque tengo la sensación de que se trata del libro que más me ha llegado al corazón en mucho tiempo, y disculpad la cursilería de la afirmación. Escrito en un lenguaje sencillo pero de gran belleza, relata dos historias paralelas de supervivencia y descubrimiento ante las terribles circunstancias que trajo consigo la II Guerra Mundial. Desde Francia, Marie-Laure, una chiquilla ciega cuya descripción de cómo percibe el mundo alrededor con el resto de sus sentidos es tan palpable que casi lo sientes (y, personalmente, de lo que más me ha emocionado del libro). Y desde Alemania, Werner, un chiquillo huérfano con un enorme talento ingeniero que, a la vez que lo salva de un destino fijado, le lleva a formar parte del horror sin él ser totalmente consciente.

No pretendo desgranaros más la trama porque quiero que lo leáis casi tan vírgenes como yo lo hice, cuando cayó en mis manos como regalo y recomendación encarecida de mi madre. Sólo diré que es una historia que desprende amor por el conocimiento, la observación de la naturaleza, los libros y la curiosidad científica como alternativa de escape mental ante realidades adversas, rezuma ternura en las relaciones entre los personajes (especialmente la de Marie-Laure con su padre), tiene algún que otro momento especialmente crudo (no nos olvidemos de su contexto) y nos da otra (sí, de las miles que hay) visión de un período histórico tan llevado a la ficción y del que aún pueden salir grandes novelas con nuevas ideas. Una novela totalmente asequible para todo tipo de lectores, de esas capaces de poner de acuerdo a todo tipo de paladares literarios y que, pese a lo que parezca, no te deja una impresión triste.

Una novela de la que he dejado una buena colección de páginas marcadas para releer, de las cuales han salido alguno de los fragmentos que me gustaría compartir y que espero que os den el último empujón para animaros a leerla y me digáis si os han entrado tantas ganas como a mí de visitar Saint-Malo. Espero vuestras impresiones.

«Está a punto de pasarle el auricular a Jutta […] cuando oye el corto pero drástico estallido de un arco contra las cuerdas de un violín. […] Un segundo violín se acerca al primero. Jutta se acerca poco a poco al ver cómo se abren los ojos de su hermano.

El piano persigue al violín. Entran de pronto los instrumentos de viento madera, las cuerdas corren a toda velocidad, los vientos palpitan detrás. Se unen otros instrumentos. ¿Son flautas? ¿Arpas? La música se eleva, parece que va a envolverse en sí misma»  Parte 1, capítulo titulado «La radio».

«Cuántos laberintos hay en este mundo. Las ramas de los árboles, las filigranas de las raíces, la matriz de los cristales, las calles que su padre recreaba en las maquetas. Laberintos en los nódulos de las conchas, en las texturas de la corteza del sicómoro y en el interior hueco de los huesos del águila. Nada es tan complicado como el cerebro humano, diría Etienne, seguramente el objeto más complicado que existe, un kilogramo húmedo en cuyo interior giran universos enteros.» Parte 10, capítulo titulado «Música (1)».

Y, para finalizar, un parafraseo de una cita de Julio Verne que aparece en el capítulo titulado «Una barra de pan normal» de la parte 7: «La ciencia, amigo mío, está hecha de errores, pero se trata de errores en los que ha sido útil caer porque nos han ido acercando poco a poco a la verdad».

SENDERISME EN TREN

Excursions, travesses i trens

Antes de que arda

Life is what happens to you while you're busy making other plans.....

Sombras de neón

Página del escritor Alex Pler

Silencio

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Rayuela Musical

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Pasión por la Música de Cine

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My Kingdom for a Film

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My Kingdom for a Melody

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Los colores de los pensamientos

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lo pensaré mañana

Life is what happens to you while you're busy making other plans.....

interaccionismo simbólico

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ESPACIO WOODY/JAGGER

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el sonido de las montañas al revés

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Días de inspiración

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Días de evasión

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DISCOS PENSADOS

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BLOGMALDITO

RUNNING PARA ADICTOS DESDE BARCELONA HACIA EL INFINITO

ciudadsindiscos

"Dondequiera que estemos, lo que oímos es fundamentalmente ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, nos resulta fascinante" John Cage

CAFÉ COPA Y PURO

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La RaTeta Miquey i els seus pensaments

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EXQUISITECES

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la canción de las...

Porque a falta de pan, buenas son las canciones (Dedicado hoy y siempre a la memoria de mis primos Pablo e Íñigo)